Desde la antigüedad existe un anhelo en la humanidad, un deseo latente transversal a cualquier cultura o época, la inmortalidad, y no precisamente como en las películas de fantasía, no una inmortalidad de mi cuerpo y mente, sino de un legado, una inmortalidad en el recuerdo, a través de una obra artística: esculturas, pinturas, literatura. Pero estos no son los únicos caminos, con nuestros actos pequeños, actos cotidianos del día a día, también podemos aportar al mundo una pequeña parte de nosotros: con la sonrisa que regalamos a la persona que nos atiende en una tienda, con un gesto de amabilidad al ayudar a alguien, con un gracias a un camarero cuando recoge nuestro plato, aunque sea su trabajo. Estos pequeños gestos nos ayudan a compartirnos con los demás, a ser parte de su biografía, aunque sea una pequeña gota en el océano que es su vida, pero ya que vamos a ser parte de ese océano, ¿Por qué no ser una gota de felicidad, de reconocimiento, de cariño o respeto? Para colaborar a que ese océano que somos todos, sea un poco más dulce.

Entre todas las cosas que podemos aportar a los demás hay una que tiene una característica muy especial, pues esa donación al otro, literalmente, una donación de una parte de nosotros que en el final del camino ya no nos servirá pero que supondrá una oportunidad para otra persona, va a suponer el mayor de los regalos que se pueden dar, la vida. En la donación de órganos, se cristaliza una de las mejores expresiones de altruismo y amor, en la donación de órganos nos conectamos con el infinito, colaborando en hacer un mundo mejor.

 

Cuando donamos no solo creamos una alegría infinita en la persona que recoge nuestra donación, sino que, como las ondas del agua al caer una piedra en ella, esta alegría se va expandiendo a más y más personas, y siempre generando más felicidad. La donación es el inicio de una cadena infinita de gratitud, esperanza y felicidad.

Cuando tomamos la decisión de hacernos donantes, y entramos en esta espiral de esperanza y amor, nuestro cuerpo nos lo agradece liberando serotonina, un neurotransmisor que ayuda a regular nuestro estado de ánimo, previene la depresión, reduce la agresividad, regula el sueño y ralentiza el envejecimiento celular, entre otros efectos positivos. La misma naturaleza nos premia por uno de los actos más heroicos que podemos hacer, dar vida.

Así, ser donante, que equivaldría a amar, nos conecta con el infinito y eso, sin duda, tiene que formar parte del sentido de la vida.