Día Internacional de la Mujer: FLORES PARA MARÍA

Un hombre de mediana edad, José, bebía su tercer «sol y sombra» sentado en la barra del bar del pueblo. No era muy tarde, pero ya había oscurecido y la mayoría de los clientes se habían ido a sus casas. María, detrás de la barra, se sentía incómoda y, como tantas otras veces, le era difícil mantener la calma ante las palabras de José: «Tú y yo tenemos que ir juntos de fiesta. Te vas a enterar de lo que es pasarlo bien con un hombre de verdad, no como lo pasas con tus amigos, esos que se depilan, esos que llevan pendientes hasta en la nariz.

Te vas a enterar de lo que es un hombre de pelo en pecho. ¡Que no me entere yo de que pasa hambre ese cuerpito…!». Pero José era el cliente; no podía decirle lo que le hubiera gritado, que le daba asco, que había bebido demasiado y apestaba, que no deseaba ni aun estando sereno su compañía. Por eso, hizo lo que otras veces, apagó disimuladamente las luces y fingió que era un apagón: «¡Otra vez las luces! No sé cuándo el jefe se decidirá a arreglarlas, son más viejas que el bar, de cuando aquí había una bodega».

Los pocos clientes que quedaban fueron saliendo, también José, que se puso en pie agarrándose de la barra y, midiendo muy bien sus pasos, se dirigió a la puerta.

Había aparcado dos calles más abajo y, tambaleándose, tardó en llegar a su coche. María fue más rápida y, después de cerrar la puerta, salió por la parte de atrás, donde en el porche la esperaba su bicicleta.

Esa noche había niebla, una red de finas gotas de lluvia envolvía a los árboles que bordeaban el camino. Esa noche no iluminaba la luna ni se veían estrellas, así que pedaleó con ganas de llegar al caserío. A la salida de una curva, la iluminaron los faros de un coche. No tuvo tiempo de apartarse. Un golpe brusco la envió a la cuneta, y su cabeza quedó sobre unas piedras.

Oyó un chirrido seguido de un fuerte ruido antes de que, para ella, todo se volviera oscuro. También lo oyeron unos vecinos que acudieron a ver lo sucedido. Allí encontraron un coche casi empotrado contra un muro, todavía con las luces encendidas y, dentro, su vecino José aparecía atrapado en el hueco delantero del asiento del copiloto.

No llevaba cinturón, y allí quedó con el asiento clavado en sus riñones. No muy lejos se veía una bicicleta en el camino.

Los vecinos llamaron al 112, y acudieron en pocos minutos: la Guardia Civil de Tráfico, los bomberos y dos ambulancias medicalizadas. Los sanitarios, ya desde lejos, vieron la bicicleta y cerca a una mujer joven en la cuneta. Comprobaron que no tenía pulso. Más adelante, alguien gritaba desde el interior de un coche. Un equipo inició maniobras de reanimación a la joven. A pesar de lo mucho que se esforzaron, no consiguieron que su corazón latiera. Pero siguieron el protocolo de posible donante y la trasladaron al hospital. Mientras, el hombre que gritaba desde el coche era sacado por los bomberos y atendido por el otro equipo.

La parte inferior de su espalda había recibido un fuerte impacto, fue tratado y también trasladado al hospital. Una vez ingresado allí, los nefrólogos opinaron que no se salvaría sin un trasplante.

La familia de María, entre lágrimas, contó que ella había manifestado que quería ser donante. No sé cuánto tiempo pasó, ni cómo, por cosas del destino, resultó que los riñones de María y José eran compatibles, y un riñón de María le dio la vida a José. Todos sabemos que los donantes son anónimos, aunque del accidente, José solo recuerda una visión de María y su bicicleta en medio de la niebla. En los pueblos, todo se sabe, y al poco, José se enteró de que María fue donante.

Durante sus años de ingreso en prisión, José se desintoxicó del alcohol y cursó programas de educación para la igualdad entre hombres y mujeres, donde le explicaron lo importantes y necesarios que son el respeto, la empatía y la generosidad para relacionarse con otras personas. Ahora, en su nueva vida, sigue en el pueblo, pero ya no acude por las tardes al bar.

Trabaja como voluntario en una asociación de lucha contra el alcohol y las drogas, y también cuenta como ya no ridiculiza, ni insulta ni menosprecia a las mujeres. No se cansa de repetir lo mucho que le ayudó aquel curso en la prisión, de lo feliz que se siente con su mujer desde que comprendió el verdadero significado de la igualdad entre hombres y mujeres.

Dicen que todas las semanas le lleva flores a María.

Autora: Cristina Eloisa Oliver